Hace un par de horas, recibí un mensaje que me sacudió: mi sitio web, www.artistavisual.net, fue hackeado.
Héctor, el proveedor de mi servicio de hosting, me lo confirmó con tono serio.
Mientras procesaba esta noticia, de fondo sonaba una lectura sobre Walter Benjamin, ese ojo crítico que ve más allá de lo evidente, reflexionando sobre el arte y lo popular. Y entre una cosa y otra, comenzaron a invadirme preguntas.
Lo primero que me cuestioné fue qué tanto me afectaba este hackeo. Quizá, en el fondo, fue una especie de validación. Mi sitio, con sus visitas modestas y su tráfico escueto, había llamado la atención de alguien. Y aunque esa atención llegó en forma de ataque digital, ¿acaso no significa eso que mi plataforma, en algún nivel, importa? Curiosamente, esa idea, lejos de angustiarme, me hizo sonreír.
Pero luego vino la parte difícil. Me preguntaron si tenía un respaldo de la información alojada en mi página: diez años de trabajo como artista visual. Respondí que no, que no tenía copias. Y, para mi sorpresa, no sentí pánico. Más bien sentí una especie de liberación, como si el universo me estuviera ofreciendo un lienzo en blanco, la posibilidad de reestructurar mi propio «software» artístico.
1. La paradoja de la pérdida: lo trascendental de lo efímero
Este hackeo me hizo pensar en algo que nunca me había cuestionado con tanta fuerza: ¿Qué parte de mi trabajo artístico realmente importa? No solo para mí, sino para el mundo. Los textos, imágenes y proyectos que se perdieron, ¿eran valiosos? ¿O eran simplemente acumulación, un archivo que yo consideraba esencial pero que, en realidad, no trascendía más allá de mis propios límites?
Quizá es una cuestión de perspectiva. En una era donde todo se mide en clics y vistas, el hecho de que mi página no tuviera demasiados visitantes me había hecho pensar que no era significativa. Pero, ¿y si el valor de mi trabajo no radica en su alcance inmediato, sino en su capacidad de existir como un testimonio de mi proceso creativo, de mi forma de construir conocimiento artístico?
La reflexión sobre la memoria y el archivo ha sido abordada por artistas como Ana Victoria Jiménez, quien documentó el movimiento feminista en México con un archivo de más de cuatro mil piezas. Su obra nos recuerda que el valor de los registros no siempre está en su alcance inmediato, sino en su capacidad para resistir el tiempo y dar voz a narrativas cruciales (Biblioteca Francisco Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana).
2. Resetear el arte: la libertad de empezar de nuevo
En cierto modo, perder este archivo digital se siente como una limpieza forzada, un «reset» que no pedí pero que, ahora que lo pienso, necesitaba. Como artista, suelo aferrarme a mis ideas, a mis proyectos pasados, a mi historia. Pero, ¿qué sucede cuando el pasado se desvanece y nos enfrentamos al presente con manos vacías? ¿Es eso una pérdida o una ganancia?
Este hackeo me dio permiso para reestructurar. Para replantear la «quinta máquina» en la que trabajo: ese engranaje donde el software (mi pensamiento, mi creatividad, mis ideas) se conecta con el hardware (las redes sociales, las plataformas digitales, las comunidades). Ahora me encuentro reprogramando ambos aspectos, aceptando que el hardware cambia y que mi software también debe evolucionar.
En este contexto, el artista peruano José-Carlos Mariátegui reflexiona en su ensayo «Techno-revolution: False evolution?» sobre cómo los cambios tecnológicos disruptivos pueden ser catalizadores de nuevas expresiones artísticas, destacando la importancia de abrazar estas transiciones como oportunidades más que como amenazas (Mariátegui, Third Text, 1999).
3. Lo que queda y lo que se transforma
La pérdida también plantea preguntas más profundas: ¿qué sucede cuando despojamos al artista de su pasado? Si me quedo sin mis «evidencias» digitales, ¿me quedo también sin mi identidad como artista? Yo diría que no. A veces, lo que realmente importa no es lo que acumulamos, sino lo que hacemos con el espacio vacío que queda.
Este «despojo» me permite explorar nuevas ideas sin el peso de lo que ya hice. Es como soltar una mochila llena de piedras para caminar más ligera, para mirar hacia adelante y no hacia atrás. Y en esa ligereza, encuentro una libertad creativa que no había experimentado en mucho tiempo.
Francisco Toledo, en su exposición «Grabador de enigmas», exploró cómo el arte puede ser un medio para reconstruir el conocimiento y conectar con lo humano más allá de los registros tangibles. Su obra nos recuerda que el arte trasciende lo físico y vive en la experiencia y la transformación (¡Museo del Estanquillo, 2025!).
El arte como máquina viva
El hackeo de mi sitio fue una interrupción inesperada, un corte abrupto en la continuidad de mi archivo digital. Pero también fue una oportunidad. Me hizo reflexionar sobre la importancia de mi trabajo, sobre lo que vale la pena guardar y lo que puedo dejar ir. Me hizo repensar mi relación con la «quinta máquina», con las redes y las conexiones que construyó a través del arte.
Al final, el arte no está en los archivos perdidos, ni siquiera en los proyectos concluidos. Está en el proceso, en la reconstrucción constante, en la capacidad de adaptarse y transformarse. Y quizá, solo quizá, este hackeo fue un recordatorio de que, a veces, perder es ganar.